De tanto repetir el tópico sobre el paraíso perdido de la infancia, seguramente todos nos lo hemos creído. Lo curioso es que apenas recordamos los conflictos, daños, amarguras, tristezas y pequeñas tragedias que también formaban parte de aquel paraíso. Porque la infancia es un estado de crecimiento y crecer nunca es sencillo: duele. Por eso esta novela duele. El dolorido sentir.
Historia de unos cuantos niños no tan niños y unas cuantas niñas no tan niñas que se están asomando a la adolescencia, a ese momento en que la inocencia comienza a diluirse en medio de una agitación continua de sombras, sospechas y temores. Ese momento en el que los padres muestran sus primeras grietas, la familia es cobijo pero es también molestia y los cuerpos propios y ajenos deletrean sus propias leyes y deseos. Jugar al fútbol como aprendizaje de la derrota. La vida que sale al encuentro, es decir, el miedo al fracaso, a no marcar ese gol que te salva de la mediocridad que te rodea, asusta y ahoga. La lentitud del crecer.
Una novela que podía haber sido una novela cursi y bonita para que los lectores y las lectoras proyectaran sobre ella sus propias inocencias perdidas. Podía haber sido pero no lo es. Porque ni hay ni hubo paraísos perdidos, ni las buenas novelas están escritas para la nostalgia o el consuelo.