El perro de Harold Nivenson ha muerto. Sin él, sin los paseos que Harold se obligaba a dar, éste se encierra en casa, una casa que empieza a desmoronarse. A la pérdida de su perro se suma la de su amigo y rival intelectual, Peter Meinenger.
Con una carrera artística que nunca despegó y acabada, Harold se encuentra solo, sin ataduras y sin ganas de vivir.
Reflexiona sobre su carrera como pintor menor, coleccionista, crítico y mecenas para dar sentido a una vida regida por las dudas constantes. Esa reflexión, que empieza con el rechazo a un tipo de arte y un gran resentimiento hacia su familia y entorno, deja paso a un sentimiento de paz interior cuando sale de la sombra del pasado y encuentra una razón para vivir, cada día, en el «ahora». Y así, la amnistía llega como segunda oportunidad para apreciar, durante el tiempo que le queda, el hecho de que la vida (el arte) no se basa en hacerlo bien. A veces, las piezas que faltan sólo pueden encontrarse en nuestros errores y en las ruinas que éstos provocan.